Los tratamientos llevados a cabo con aquellas personas que presentan un perfil de conducta violenta y que pueden o no haber sido condenados por este tipo de conducta, muestran la existencia de importantes distorsiones cognitivas acerca de los roles hombre-mujer y de los componentes relacionales en las interacciones personales.
Sus estructuras rígidas provocan pensamientos extremos, presentando limitaciones para ofrecer una perspectiva más amplia de cómo las personas pueden afrontar la vida, cuáles son sus sistemas de afrontamiento y sus necesidades. La persona actúa impulsado por el deseo de que las cosas sean como tenía previstas, viviendo con frustración cualquier cambio o contradicción que se presentan ante sus objetivos.
La falta de tolerancia a la frustración les lleva a volcar sus fracasos hacia su víctima, habitualmente la pareja, a la que perciben como la causante de sus problemas y con la que van perdiendo la posibilidad de abrir canales de comunicación adecuados para resolver sus carencias.
La pareja pasa a ser vista como la persona que debe responder siempre a sus necesidades (no siempre coherentes con la realidad), viendo en sus conductas una amenaza o desafío, con una intención clara de no facilitarles la vida, pudiendo llegar a utilizar conductas violentas (verbales o físicas) para tratar de dejar “claro” a su víctima lo que es correcto e incorrecto.
La intervención va por tanto dirigida a modificar estos procesos cognitivos distorsionados, a través de mejoras en los procesos de comunicación, mejoras en los procesos de empatía y autoestima y mejoras en la comprensión de los procesos relacionales de pareja.